Comentario
A partir de los años centrales del siglo la arquitectura fue adquiriendo una expresión definitivamente barroca, superando poco a poco el recuerdo clasicista. La valoración de la plasticidad y de los contrastes luminosos en los exteriores, así como la intensificación de la decoración, sobre todo en los interiores, son las cualidades más sobresalientes de esta última etapa de la centuria, en la que sin embargo no se produjeron novedades estructurales.En general las iglesias mantienen el esquema longitudinal, pero el sistema ornamental se enriquece extraordinariamente. Modillones pareados en el friso y en el anillo del tambor, placas geométricas, molduras quebradas, cartelas, festones, motivos vegetales, etc., dinamizan las superficies y prestan un renovado aspecto a las construcciones, buscando plasmar el carácter sensible y expresivo propio de la plenitud barroca. La concepción de los retablos se adelanta al diseño arquitectónico y gracias a su influencia se incorpora la utilización de la columna salomónica a las tareas constructivas, en particular en los últimos años del siglo, abriendo el camino de la libertad y la fantasía que imperarán en la arquitectura del XVIII.La evolución del estilo y la consolidación del nuevo lenguaje están especialmente vinculadas a Madrid, donde a pesar de la crisis económica se mantuvo una actividad constructiva importante, aunque dedicada casi por completo a edificaciones de carácter eclesiástico. El resto de la Península se fue incorporando en mayor o menor medida a este proceso, recibiendo el influjo del ejemplo madrileño o, como en el caso gallego, desarrollando una valiosa y personal arquitectura.Para Kubler el primer ejemplo de la plenitud barroca es la capilla de San Isidro de la madrileña iglesia de San Andrés, trazada por Pedro de la Torre en 1642 aunque iniciada en 1657 bajo la dirección de José de Villarreal (h. 1610-1662). Cuando éste comenzó la construcción sólo estaban abiertos los cimientos, por lo que la planta debe corresponder al proyecto de Pedro de la Torre, pero se desconoce en qué medida Villarreal pudo alterar la idea original en el alzado. La capilla, destinada a albergar los restos de San Isidro tras su canonización en 1622, fue concebida perpendicularmente a la cabecera de San Andrés, cuyo presbiterio se convertía en antesala del desarrollo espacial de la nueva construcción, integrada por dos tramos cuadrados: el primero, contiguo a la capilla mayor del templo, cubierto por bóveda de cañón rebajada, y el segundo, y principal, coronado por amplia cúpula sobre tambor con ventanas, que proporcionaban a este último tramo una intensa iluminación en contraste con la penumbra del resto del recinto.La estructura exterior ha llegado sin alteraciones sustanciales hasta nuestros días. Presenta una concepción monumental, de volúmenes geométricos claramente definidos, cuyo sobrio diseño contrastaba con la rica decoración interior, por desgracia destruida durante la guerra civil, y ahora reconstruida, la cual fue ideada por Juan de Lobera (1620/25/1681), a quien también se deben las portadas de la capilla. Este arquitecto, que dirigió las obras a partir de 1663 tras la muerte de Villarreal, había trazado ya en 1659 un gran retablo para el altar mayor de San Andrés y el baldaquino que cobijaba los restos del santo, situado bajo la cúpula. Este era sin duda el principal protagonista del interior de la capilla, pues centraba el espacio y a la vez se convertía en un foco de atracción dominante, gracias al carácter dinámico de sus columnas salomónicas, de influencia berniniana, y a la intensa iluminación que recibía desde la cubierta. Lobera también proyectó la variada y opulenta decoración -roleos, modillones, festones, cartelas, yeserías-, que, recubriendo todo el interior del conjunto, le proporcionaba la apariencia sorprendente y exuberante característica del Barroco.Este lenguaje, que Lobera dominaba como tracista de retablos -suyo es el del trascoro de la catedral de Sigüenza (Guadalajara, 1666)-, tuvo precisamente su origen en este tipo de obras. El empleo de la columna salomónica, el interés por el dinamismo, la composición en distintos planos, la variedad y riqueza del adorno, la policromía y las formas naturalistas aparecieron por vez primera en el diseño de los retablos, pasando posteriormente a la formulación arquitectónica.Pedro de la Torre (1595/96-1677) desempeñó un importante papel en este proceso evolutivo, merced a su actividad como tracista de retablos, entre los que destacan los de la capilla mayor de la iglesia de Pinto, comenzados en 1637, el de Nuestra Señora de la Fuencisla de Segovia de 1645, y los de la iglesia del monasterio de benedictinas de San Plácido, realizados a partir de 1658. Mención especial merece el retablo mayor de la desaparecida iglesia del Buen Suceso, que se levantaba en la madrileña Puerta del Sol. Concluido en 1637, el arquitecto utilizó en él la columna salomónica, por primera vez en la capital, construyendo también el primer camarín del que se tienen noticias. El camarín es una tipología característica del barroco español, consistente en una pequeña cámara dispuesta tras el retablo, a la altura de la imagen principal, para facilitar el acceso de los fieles y favorecer así la devoción popular, especialmente impulsada por las ideas contrarreformistas.A pesar del protagonismo indiscutible de Pedro de la Torre en esta etapa, su aportación depende en gran medida de la influencia que en la época ejerció Alonso Cano (1601-1667), personaje decisivo en este proceso de cambio estilístico. Nacido en Granada y formado en Sevilla como escultor y pintor, residió en la corte desde 1638 a 1652, y entre 1657 y 1660. Su actividad arquitectónica, salvo el caso de la catedral de Granada se reduce a la realización de trazas para retablos y obras efímeras, y diseños ornamentales, labor sin embargo fundamental, puesto que con ella inició el camino seguido por los arquitectos madrileños en la segunda mitad del siglo.El carácter determinante de su aportación aparece ya reflejado en el párrafo que le dedica Palomino, referido a su diseño para el arco de triunfo que fue levantado en la Puerta de Guadalajara, con motivo de la entrada en la capital de la reina doña Mariana de Austria en 1649. Este dice que "era obra de tan nuevo gusto en sus miembros y proporciones de la arquitectura que admiró a todos los artífices, porque se apartó de la manera que hasta aquellos tiempos habían seguido los antiguos".Su talento como decorador no sólo influyó en Pedro de la Torre sino también en su amigo y colaborador Sebastián Herrera Barnuevo (1619-1671), autor asimismo de numerosos dibujos ornamentales, en los que da muestra de un evidente barroquismo. Sus trabajos arquitectónicos se iniciaron fundamentalmente a partir de 1662, fecha en la que fue nombrado maestro mayor de las obras reales. En ese mismo año proyectó la desaparecida capilla mayor de Nuestra Señora de Atocha, y en 1668 la iglesia del convento benedictino de Santa María de Montserrat, la única de sus obras que hoy se conserva. Cuando murió sólo se había efectuado la cimentación, por lo que se desconoce hasta qué punto se respetó su idea para el alzado, llevado a cabo por Gaspar de la Peña a partir de 1674. El interior, con tres naves, pilastras cajeadas con capiteles corintios, y modillones pareados en el entablamento, está sustancialmente alterado ya que carece de crucero y presbiterio, perdidos en algún momento por causas desconocidas. La iglesia fue concluida en el XVIII, con la intervención de Pedro de Ribera.Entre los arquitectos activos en Madrid en las últimas décadas del siglo que utilizan un lenguaje similar destacan: Tomás Román (1623-1682), a quien le fue encomendada la reconstrucción de la Casa de la Panadería de la Plaza Mayor tras el incendio de 1672; Marcos López (h. 1620/25-1688), autor del proyecto de la Enfermería de la Venerable Orden Tercera, construida a partir de 1679; Melchor de Bueras (muerto en 1692), arquitecto vinculado a la Compañía de Jesús, para la que realizó el patio del Colegio Imperial (h. 1676), siendo también suya la Puerta de Mariana de Noeburgo del Buen Retiro, levantada en 1690 (hoy frente al Casón), y Bartolomé Hurtado (1628-1698), quien construyó la iglesia del convento del Santísimo Sacramento de monjas bernardas (1671-1692), fundado por el Duque de Lerma, en cuya fachada, derivada del modelo de Mora, se aprecia el interés ornamental característico del momento.En este breve panorama cabe destacar la personalidad de los hermanos Olmo: Manuel (1631-1706) y José (1638-1702). A ellos se debe uno de los ejemplos más sobresalientes del barroco madrileño de finales del XVII: la iglesia de las Comendadoras de Santiago, de cuya ejecución se encargaron a partir de 1667. La planta, de cruz griega inscrita en un cuadrado, evoca modelos del XVI, aunque se la ha relacionado con el templo romano de los Santos Lucas y Martina (1635-1650), obra de Pietro de Cortona. El alzado, ricamente decorado, presenta dobles pilastras cajeadas con capitel corintio, y modillones pareados en el entablamento y en los anillos del tambor y de la gran cúpula, que actúa como elemento unificador del espacio.Un tratamiento ornamental semejante, aunque la planta es de cruz latina, presenta la iglesia del convento de la Inmaculada Concepción de mercedarias descalzas, las Góngoras, de cuya construcción se encargó Manuel del Olmo a partir de 1668. Su hermano José, más brillante y capacitado como arquitecto, disfrutó de una carrera triunfal. Llegó a ser aposentador de palacio en 1698, ocupando anteriormente los cargos de Maestro Mayor de las obras reales y de la villa. A él se deben las trazas del retablo y camarín de la Sagrada Forma del testero de la sacristía del monasterio de El Escorial (1684), y las del patio del Ayuntamiento madrileño, para el que también diseñó las actuales portadas, adornándolas con quebradas molduras en bocel y remate curvilíneo con escudos. Estas fueron ejecutadas por Teodoro Ardemans (1660-1726), arquitecto que inició su labor en los últimos años de este siglo, pero cuya aportación pertenece ya a la siguiente centuria. Lo mismo sucede con José Benito de Churriguera (1665-1725), personalidad decisiva para la etapa arquitectónica posterior. Su primera gran obra, el retablo mayor de la iglesia de San Esteban de Salamanca comenzado en 1693, muestra ya el estilo plenamente dinámico y efectista que imperará en gran parte de la arquitectura española del XVIII.